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Me encanta el Metro

Me encanta el Metro

Uno nunca sabe por qué le gusta lo que le gusta; te gusta y un  punto.  Se pueden dar mil explicaciones de por qué te encanta el chocolate, una canción o una persona, pero al final es todo más simple y las cosas nos gustan porque sí.

Por ejemplo, ahora, me encanta el metro. No sé por qué, pero me encanta. Es uno de mis momentos favoritos del día: sentarme, leer un libro, el móvil o el periódico, escuchar la voz en off de la mujer o el hombre que anuncian las correspondientes paradas y esperar, observando, leyendo o pensando, a que llegue la mía. Es una tontería, incluso para muchos desesperante, pero me encanta.

A las chicas y a mí nos costó ganarle la batalla, especialmente a ellas; pobrecitas mías, acostumbradas a los traslados en carros de tiro y barcos de vela, la locura de ir a los sitios bajo tierra, a gran velocidad, y gente entrando y saliendo al más puro estilo El Camarote de los Hermanos Marx, era una cosa muy mala que no llevaban ni medio bien. Pero, después de mucho maldecir y jurar y perjurar sobre todas las cosas, hemos ganado la partida y ya no hay línea, mapa o estación que se nos resista.

Hace un par de meses, con las prisas y los ay madre mía, se me olvidó en casa el libro que estaba leyendo y cuando me quise dar cuenta ya estaba sentada en el vagón viento en popa a toda mecha. Me fastidió un montón porque era un recorrido especialmente largo y además estaba completamente enganchada con la trama de la novela.

Para colmo era una mañana que no había gente raruna en el metro con la que distraerme, así que me puse a mirar a la nada y a regañarme por abandonar a su suerte a la pobre novela que se quedaba con sola y con dos palmos de narices en el escritorio de casa.

Mientras me aburría y regañaba al mismo tiempo, entró en el vagón un señor mayor de semblante agradable, buenos modales -asentía y sonreía en señal de buenos días al resto de pasajeros- , apuesto en sus tiempos mozos y caballeroso.

Se sentó en el asiento que estaba libre enfrente de mí, sonrió, y sacó lentamente del interior de su abrigo  un elegante cuaderno de notas de tapas de piel negra y una pluma, y empezó a escribir frenéticamente.

Al bajarme, ocho paradas más tarde, seguía escribiendo, y continuó haciéndolo muchos destinos, días, semanas y meses después.

Una mañana o supongo que muchas, me pilló espiándole, porque si bien al principio no me importaba qué escribía, con el tiempo, una que es cotilla de profesión y por naturaleza, la curiosidad por saber el contenido de las páginas me mataba; datos de trabajo, asuntos importantes, fechas señaladas, citas médicas, sudokus, lista de la compra, etc. Daba igual, tenía que saberlo; él no dejaba de escribir y servidora se estaba quedando calva con tantos quebraderos de cabeza por culpa de un cuaderno y una pluma.

“Lo escribo todo”,  dijo sin previo aviso y sin levantar la vista del cuaderno. En ese momento, toda la sangre del cuerpo se me concentró en la cara: “¡Ay, perdón! Si no lo estaba mirando, de verdad que no, es que… como lo tengo enfrente parece que le miro, pero no, miro hacia la ventana, de verdad que si…”

No he pasado tanta vergüenza en toda la vida. Salí del vagón como alma que lleva el diablo y corriendo como buena cobardica sin mirar atrás.

Intenté no volver a coincidir con el señor, el cuaderno y la pluma nunca más, pero todos mis esfuerzos y piruetas fueron en vano. Seguí encontrándome con ellos todos los días.

La mañana que empezó verdaderamente esta historia, el señor de semblante agradable y buenos modales, sin pluma, ni cuaderno, se levantó, recorrió el vagón hacia donde estaba estratégicamente escondida y sin rodeos  me contó lo que escribía todos los días.

Abogado respetado y muy conocido de la capital, su currículum relataba más éxitos que fracasos; casado 50 años con la misma mujer; once nietos y cinco hijos, de los cuales uno había fallecido; tres casas, dos en Madrid y una en la sierra; entendido de la ópera y la pintura contaba con cientos de conciertos a sus espaldas y paseos por los museos más visitados del mundo;  juancarlista pero no monárquico; el mejor invento, el cocido madrileño, el peor, la política; una manía, churros con chocolate y prensa los domingos por la mañana; una debilidad, las tertulias de los jueves en el casino de la calle Alcalá con sus colegas y amigos del Colegio de Abogados; un deseo, haber vivido más y menos que su hijo.

A partir de aquel día empezamos a sentarnos juntos en el metro. A veces me contaba anécdotas e historias la mar de molonas, y otras, simplemente, el señor de semblante agradable y buenos modales, que olía a tabaco y a menta, escribía y yo leía.

Con el tiempo descubrí que lo importante no era qué hacía sino por qué lo hacía: unos meses atrás, le habían diagnosticado Alzheimer, y aunque la medicación frenaba los efectos devastadores de la enfermedad, sabía que antes o después olvidaría todo lo que él había sido y lo que habían sido los demás para él.

Gracias a su carácter práctico y nada fatalista, agradecido con la suerte de su vida, utilizó un cuaderno y una pluma como freno y venganza ante el olvido: “Aquí, en este cuaderno de 20 centímetros, cabe más de lo que muchos pueden llegar a imaginar. Aquí, entran un padre, un marido, un abogado y un amigo”.

Durante meses hablamos, escribimos y leímos todas las mañanas, hasta un día, ya no lo recuerdo, que dejó de subir.

El visto bueno del redactor jefe llegó vía e-mail: “Envíamelo cuando lo tengas. El tipo de los buenos modales se habrá cansado del metro…”

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